Un cura de pueblo comenta las primeras lecturas del tiempo ordinario.

miércoles, 30 de junio de 2010

Lectura del libro de Amós.

Semana XIII
Jueves
7, 10-17

En el Reino del Norte, Jeroboán había embellecido el santuario de Betel para competir con el Templo de Jerusalén. Eran tiempos de prosperidad pero también de grandes injusticias. Por eso fue enviado Amós a profetizar contra Israel.
Amasías, sacerdote de Betel, acusó al profeta de haber preparado una conjura contra el rey. Vete a Judá -le dijo- come allí tu pan y profetiza allí.
La respuesta de Amós recuerda la exclamación de San Pablo (2Cor 5, 14): El amor de Cristo nos apremia.
Para el profeta se trata de un mandato, de una orden que ha recibido de Dios y que debe cumplir. Para el Apóstol es una cuestión de amor. Quien ha conocido a Dios no puede callar. También san Pedro, cuando quisieron prohibir a los apóstoles que predicaran en Jerusalén, respondió: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hech. 4, 19).
Hay quien piensa que todo es relativo y que no vale la pena discutir por nada pero si les quitas la cartera y tratas de convencerlos de que no deben preocuparse porque la cartera tiene un valor relativo son capaces de pleitear hasta el fin del mundo con tal de recuperarla. Se ve que a Amasías, sacerdote de Betel, no le importaba la verdad, le importaba la cartera.
Hacen falta profetas, apóstoles, santos; testigos de la conciencia, de la verdad, de la justicia. Hacen falta hombres y mujeres arrebatados, como Amós, por la Palabra de Dios. No bravucones de esos que parecen haber nacido para discutir, sino personas amables de esas que ceden fácilmente su asiento pero no ceden tan fácilmente a los respetos humanos cuando se trata de dar testimonio de la verdad que han conocido siguiendo los pasos del Señor.

Viernes
7, 10-17

Amós ha sido enviado a profetizar en un tiempo de prosperidad económica y de injusticia en el que los hombres hacen cáculos para enriquecerse y no escuchan a los profetas, y anuncia un tiempo en que vagarán buscando la palabra del Señor y no la encontrarán.
Epulón, el rico de la parábola evangélica, le rogaba a Abraham que enviase algún mensajero a sus hermanos para que no fuesen a parar al infierno y Abraham le respondio: si no escuchan a los profetas, aunque resucite un muerto no le harán caso.
El Dios escondido se manifiesta a quien sinceramente procura hacer su Voluntad. Pero si escuchamos la Palabra y no la ponemos por obra, si rechazamos las indicaciones que el Espíritu Santo nos hace, corremos el riesgo de no encontrar a Dios cuando lo busquemos.
Antes de decir que Dios no habla o que no nos hace caso deberíamos preguntarnos si no seremos nosotros los que hemos rechazado su Palabra muchas veces. Hoy mismo podemos hacer el propósito de empezar a escuchar a Dios y a poner en práctica su Palabra.

miércoles, 9 de junio de 2010

Lectura del primer libro de los Reyes

Semana X (Años pares)
Lunes
17, 1-6
El primer libro de los Reyes puede dividirse en dos partes.
La primera tiene como progatonista a al rey Salomón, hijo y heredero de David. Leímos esa parte durante las semanas IV y V.
Cuando murió Salomón lo sucedió su hijo Roboam. El pueblo le pidió que aligerase un poco el yugo que Salomón le había impuesto. Roboam consultó con los ancianos que le aconsejaron hacer caso al pueblo y ser amable. Entonces consultó con sus jóvenes amigos y le aconsejaron justo lo contrario. Los ancianos le habían dicho habla al pueblo con buenas palabras y estará siempre a tu servicio. Los jóvenes le dijeron: muéstrate duro con ellos para que te respeten; diles que, si tu padre los castigó con látigos, tú los castigarás con escorpiones.
Siempre hay un consejo que nos gusta más que otro. ¿A quién hizo caso Roboam? Debía ser algo tímido y cruel porque hizo caso a los jóvenes y habló al pueblo con dureza.
Entonces las tribus de Israel se rebelaron y eligieron como rey a Jeroboam. Solamente la tribu de Judá siguió a Roboam. Así se dividió el reino en dos: al norte el reino de Israel, con capital en Samaría; al sur el reino de Judá con capital en Jerusalén.
Todas estas cosas ocurrían allá por el siglo X a.C. y las encontramos narradas en la segunda parte del primer libro de los Reyes que vamos a leer durante casi dos semanas. La historia del profeta Elías, el Tesbita, se sitúa en el siglo IX a.C. Han pasado cincuenta y ocho años desde la muerte de Salomón y la división del reino. Ahora Ajab reina en Israel y Asá en Judá.
Fueron años terribles para los hombres piadosos. Jezabel, la esposa de Ajab, era adoradora de Baal y protectora de sus sacerdotes. Elías tuvo que enfrentarse a todos ellos: al rey, a la reina y a los falsos profetas.
Todo empezó cuando Dios envió a Elías a anunciarle al rey una gran sequía. Elías hizo lo que Dios le había mandado. Luego Dios le ordenó que se ocultase en el desierto. Elías tuvo que huir de Ajab, como tuvo que huir de Herodes la Sagrada Familia. ¿No nos ha dicho san Pablo que los amigos de Dios serán siempre perseguidos?
Martes
17, 7-16
Elías hacía lo que Dios le decía e iba donde lo enviaba la palabra de Dios. Primero se refugió en el torrente Querit y, unos días después, cuando el torrente se secó, la palabra del Señor lo envió a Sarepta.
Allí se encontró con una viuda muy pobre que se disponía a cocer unas tortas, para ella y su hijito, con un poco de harina que le quedaba en un cuenco y un poco de aceite que le quedaba en la alcuza.
Elías le pidió un jarro de agua y un poco de pan y le dijo: No temas (...) Porque así dice el Señor, Dios de Israel: "la orza de harina no se vaciará, la alcuza de acite no se agotará, hasta el día en que el Señor conceda lluvias sobre la tierra".
Aquella viuda, fiándose de la palabra del profeta, dio todo lo que tenía: un poco de aceite y de harina y su trabajo. Era poco, pero era todo lo que tenía. Es esa fe capaz de darlo todo la que mueve montañas. Dios hace milagros por medio de quienes lo dan todo, aunque sea poco.
Cuenta el libro de los Reyes que, poco después, el hijo de la viuda enfermó y murió. Elías tomo el cadáver del regazo de su madre y clamó al Señor diciendo: Señor, Dios mío, que la vida de este niño vuelva a él. El señor escuchó la voz de Elías y la vida del niño volvió de nuevo a él.
También Jesús oró ante la tumba de Lázaro diciendo Padre, yo sé que tú siempre me escuchas; con la confianza filial de quien siempre hacía la voluntad de su Padre.
Miércoles
18, 20-39
Jezabel, la mujer del rey Ajab, no solamente sentaba a su mesa a los profetas de Baal sino que hizo eliminar a los profetas del Señor. Cien de ellos se salvaron gracias a Obadías, el mayordomo de palacio, que los ocultó.
Durante tres años no llovió sobre el reino de Israel y el hambre arreciaba en Samaría.
Entonces Dios envió a Elías a anunciar al rey Ajab el fin de la sequía. En el monte Carmelo, Elías se enfrentó con los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal como Moisés se enfrentó con los brujos de Egipto. Eran muchos, gritaban mucho, se hacían cortes y entraron en trance, pero nadie respondió porque el Baal a quien se dirigían era solamente un ídolo, una obra de sus manos.
Una vez más Dios escuchó la oración de Elías, porque Elías hacía la voluntad de Dios y se dejaba guiar por su Palabra.
Elías fue profeta del Dios vivo; del Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob... un Dios que habla y que responde, que promete y cumple.
Su nombre, Elías, significa "mi Dios es el Señor". Él obedecía al Señor y el señor escuchaba su oración.
Jueves
18, 41-46
La tierra seca es una imagen del corazón del hombre sin Dios. La lluvia es una imagen de la Gracia.
Pedimos en el Veni creator
Lava quod est sordidum
riga quod est aridum
sana quod est saucium.
Así es la Gracia: agua que lava, riega y sana. La necesitamos como la tierra necesita el agua.
Elías, en la cumbre del Carmelo, nos eneseña a perseverar en la oración como hacían el día de Pentecostés los Apóstoles con Santa María cuando el Espíritu Santo descendió sobre ellos.
Podemos recitar el Salmo 64 pensando en los efectos de la Gracia de Dios en nosotros:
Tú cuidas de la tierra, la riegas
y la enriqueces sin medida:
la acequia de Dios va llena de agua
preparas los trigales.
Riegas los surcos, igualas los terrenos,
tu llovizna los deja mullidos,
bendices sus brotes.
Coronas el año con tus bienes,
tus carriles rezuman abundancia,
rezuman los pastos del páramo
y las colinas se orlan de alegría.
Viernes
19, 9a. 11-16
Cuando Jezabel se enteró de lo que había hecho Elías, juró vengarse de él. Entonces el profeta se puso en camino por el desierto hacia Horeb, el monte de Dios.
Después de andar una jornada vino a sentarse bajo una retama. Y se deseó la muerte.
Se quedó dormido y un ángel lo tocó y le dijo: "Levántate y come". Descubrió junto a sí una torta y un jarro de agua. Comió, bebió y, otra vez, se durmió. Pero el ángel volvió a tocarlo y le dijo: "Levántate y come porque te queda un camino demasiado largo". Elías obedeció al ángel y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb.
Ese alimento del cielo que dio fuerzas al pueblo para llegar a la Tierra Prometida y que permitió a Elías caminar caminar durante cuarenta días y curenta noches hasta el Horeb era un anuncio de la Eucaristía.
Desde hace dos mil años la Eucaristía alimenta, fortalece, hace crecer a la Iglesia que camina entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios.
En el Horeb Elías habló con el Señor que se manifestó como palabra y como brisa suave; como Dios vivo que habla y escucha, que interroga al hombre y ama. Pero también como Dios
En el Horeb Elías recibió de Dios, además, el encargo de ungir a dos reyes y a un profeta: Eliseo. La lectura de mañana habla, precisamente del encuentro de Elías y de Eliseo. 
Sábado
19, 19-21
Elías, cumpliendo el mandato de Dios partió del monte Horeb y encontró a Eliseo, hijo de Safat, quien se hallaba arando. Frente a él tenía doce yuntas; él estaba con la duodécima. Pasó Elías a su lado y le echó su manto encima. Se ve que le echó el manto encima y siguió caminando como si nada y que Eliseo se quedó un poco sorprendido porque, cuando reaccionó, tuvo que echar a correr para alcanzar a Elías. Entonces Eliseo abandonó los bueyes y echó a correr tras Elías diciendo: "Déjame ir a despedir a mi padre y a mi madre y te seguiré". 
Eso mismo le dijo otro a Jesús: Te seguiré, Señor, pero déjame ir primero a despedirme de los de mi casa. Parece muy razonable que uno no se marche de casa sin avisar pero, sorprendentemente, a ese le respondió Jesús: El que pone su mano en el arado y vuelve la vista atrás no es digno del Reino de Dios. (Lc 9, 61-62)
En cambio Elías le respondió: "Anda, vuélvete, pues ¿qué te he hecho?". 
Entonces Eliseo volvió atrás, tomó la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio. Con el yugo de los bueyes asó la carne y la entregó al pueblo para que comiera. Luego se levantó, siguió a Elías y se puso a su servicio. 
Y esto nos recuerda lo que dijo Jesús al joven rico: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven y sígueme. (Mt 19, 21)
Eliseo, con el yugo, hizo un fuego y, con los bueyes, un sacrificio y un banquete para el pueblo. Luego siguió a Elías y se puso a su servicio. Al parecer estuvo dieciocho años al servicio de Elías, aprendiendo.
La Misa es también sacrificio y banquete. Al terminar, también nosotros nos levantamos aunque no para seguir a Elías sino para seguir a Jesús.
Semana XI (Años pares)
Lunes
21, -16
Estamos leyendo la segunda parte del primer libro de los Reyes. Cincuenta y ocho años después de la muerte de Salomón y de la división del reino, Ajab reina en el norte con su mujer, Jezabel, que ha introducido en el reino el culto a Baal. 

miércoles, 2 de junio de 2010

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo.

Semana IX
Miércoles
1, 1-3. 6-12

Se interrumpe ahora la lectura de las cartas católicas. Hasta el sábado leeremos la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo: cuatro días, cuatro capítulos.
Es la segunda de las tres cartas "pastorales". Pablo, prisionero en Roma, habla de algunos que lo han abandonado, pero recuerda también a los que lo acompañan sin avergonzarse de sus cadenas.
Se dirige a Timoteo y le recuerda cómo, por la imposición de sus manos, recibió no un espíritu de timidez, sino de fortaleza, caridad y templanza.
Con esa fuerza Timoteo debe evangelizar sin avergonzarse de Cristo y guardar el buen depósito.
Sé de quien me he fiado -dice san Pablo. Esas palabras tienen una fuerza especial cuando se dicen en medio de la tribulación. No me siento derrotado pues sé de quién me he fiado y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio.
Sus palabras han inspirado el canto que, a menudo, nos ayuda durante la acción de gracias de la misa:
Yo sé de quién me he fiado.
Yo sé que es grande su poder.
Yo sé que es fiel y que me ama.
Él me guarda siempre.

Jueves
2, -8-15

En el segundo capítulo -el más largo- el apóstol encarga a Timoteo que confíe el evangelio a hombres fieles que, a su vez, sean capaces de enseñar a otros. Timoteo debe compartir el sufrimiento con Pablo como un noble soldado de Cristo Jesús, con la fortaleza de un soldado o de un atleta, con la paciencia del agricultor que espera beneficiarse de los frutos.
San Pablo está en la cárcel pero la palabra de Dios no está encadenada, y da cinco consejos a Timoteo:
1. Que evite las discusiones sobre palabras.
2. Que se presente ante Dios como un hombre honrado y trabajador.
3. Que exponga rectamente la doctrina verdadera.
4. Que evite las conversaciones profanas e inútiles.
5. Que corrija con mansedumbre.
No se debe añadir nada a la Sagrada Escrritura, pero no nos apartamos mucho de ella si, como resumen de todo eso, pedimos a Dios para el predicador del evangelio la ejemplaridad amable y elocuente de santa María y de san José.

Viernes
3, 10-17

En el capítulo 3 san Pablo describe al cristiano que conserva ciertos formalismos de la piedad pero ha renegado de lo esencial. Dice de él que siempre está curioseando y que es incapaz de conocer la verdad.
Santo Tomás explicaba que la curiosidad es un vicio opuesto a la estudiosidad. El que estudia se compromete seriamente con la verdad, se empeña en conocerla. En cambio, el curioso divaga sin detenerse nunca en nada, sin profundizar en nada, sin comprometerse con nada. Y no desea tanto conocer la verdad cuanto servirse de ella.
El maestro debe ser, también, testigo de la verdad y ser probado en la fe, en la paciencia, en la caridad y en la constancia. pues todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo serán perseguidos.
A Timoteo, que conoce desde niño la Sagrada Escritura, le recuerda san Pablo que esa Escritura puede darle la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús.
Nosotros no buscamos otra sabiduría.

Sábado
4, 1-8

Llegamos hoy al final de esta segunda carta a Timoteo. San Pablo le pide que se apresure a visitarlo porque solo Lucas lo acompaña. Le ruega que lleve consigo a Marcos. Es un bonito detalle que indica que san Pablo podía tener genio, pero también tenía un corazón noble y no era rencoroso.
Debía ser, además, algo despistado porque se dejó la capa en Tróade como nosotros solemos dejarnos el paraguas en cualquier sitio. Y no solo la capa, sino los libros.
Para Timoteo -y para todos- hace san Pablo una terrible confesión de soledad: Nadie me apoyó en mi primera defensa sino que todos me abandonaron. Sin embargo, en esa soledad, en ese abandono por parte de los hombres, se manifiesta Dios: Pero el Señor me asistió y me fortaleció. En realidad no estaba solo, como no lo estaremos nosotros si, sabiendo de quién nos hemos fiado, esperamos con amor la venida de Cristo.

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pedro

Semana IX
Lunes
1, 1-17
La segunda carta de san Pedro -tercera de las llamadas "epístolas católicas"- está dividida en tres capítulos.
En el primero san Pedro habla de una revelación que ha tenido: pronto tendrá que abandonar esta tienda. Se siente, por eso, especialmente obligado a exhortar a todos para que, incluso después de su partida, todos puedan recordar la verdadera doctrina.
Él ha sido testigo de la Transfiguración del Señor, testigo de la majestad y de la gloria de Cristo que volverá para juzgar al mundo.
Si en el mundo reina ahora la corrupción, el cristiano puede escapar de esa corrupción y participar de la naturaleza divina.
En el segundo capítulo advierte el apóstol contra los falsos maestros y las falsas promesas de libertad que hacen siendo ellos mismos esclavos de la corrupción.
Al primer capítulo de esta carta se refería el fundador del Opus Dei cuando escribía que en la misma entraña de la sociedad, del mundo, los hijos de Dios han de brillar por sus virtudes como linternas en la oscuridad (Surco 318).
Poned -dice san Pedro-  todo empeño en añadir a la fe la honradez, a la honradez el criterio, al criterio el dominio propio, al dominio propio la constancia, a la constancia la piedad, a la piedad el cariño fraterno, al cariño fraterno el amor.

Martes
3, 12-15a. 17-18

En el tercer, y último, capítulo, san Pedro recuerda  la doctrina sobre la segunda venida del Señor. Algunos dicen que tarda en cumplir su promesa. En realidad tiene paciencia con nosotros porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan.
Encontramos aquí los dos aspectos de el día del Señor que no se pueden separar ni olvidar: día terrible, día de salvación. Terrible porque desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos. Este mundo pasa. Día de salvación porque: nosotros confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia.
Que santa María nos ayude a esperar alegres y con esa tensión buena de la caridad.

viernes, 28 de mayo de 2010

Lectura de la carta del apóstol san Judas

Semana VIII (II)
Sábado
17.20b-25

Los vecinos de Nazaret, después de escuchar la predicación de Jesús, se preguntaban: ¿De dónde le vienen a este esa sabiduría y ese poder? ¿No es el hijo del artesano? ¿No es su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? (Mt 13, 54-55)
De estos hermanos, es decir, parientes de Jesús, el primero fue obispo de Jerusalén.
Esta carta comienza así: Judas, siervo de Jesucristo y hermano de Santiago... De modo que, al parecer, su autor es una de los parientes del Señor.
Recuerda a los que han recibido la llamada divina (...) lo que predijeron los apóstoles acerca de los falsos maestros. Porque se han infiltrado (...) hombres impíos que convierten en libertinaje la gracia de de nuestro Dios (...) Estos son los que crean divisiones, hombres meramente naturales que no tienen el Espíritu.
¿Qué hacer con ellos? ¿Cómo tratarlos? San Judas invita a los cristianos a seguir, también en eso, el ejemplo de Cristo: ser compasivos con el pecador y no consentir en su pecado.
Con Santa María esperamos el don del Espíritu Santo que nos ayuda a perseverar en la caridad y en la verdad.

lunes, 24 de mayo de 2010

Lectura de la primera carta del apóstol san Pedro

Semana VIII (II)
Lunes
1, 3-9

Durante esta semana leeremos algunos pasajes de la primera carta del apóstol san Pedro. El sábado se proclamarán unos versículos de la carta de san Judas y, la semana próxima, la segunda carta de Pedro.
Como es sabido, murió en Roma el año 67. Esta primera carta debió ser escrita unos diez años antes y quiere animar a la perseverancia en medio de las pruebas.
La fuerza de Dios -dice san Pedro- os custodia en la fe para la salvación (...) Alegráos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco en pruebas diversas.
Cuando vienen las dificultades y las penas, podemos encerrarnos en ellas o podemos recordar lo que esperamos: la manifestación de Jesús y la salvación. Si hacemos esto, las mismas dificultades acrisolan, purifican y fortalecen nuestra fe.
A esos primeros cristianos que han creído en la predicación apostólica les dice San Pedro: No hebéis visto a Jesucristo, y lo amáis. No lo veis y creéis en él, y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra salvación.
Jesucristo es alguien a quien se puede amar. La predicación y la fe nos permiten encontrarlo vivo y cercano en la Iglesia. Dos mil años después de su Pascua también nosotros amamos a Cristo a quien no vemos y podemos decir que somos discípulos, no de Pedro o de Pablo, sino de Jesús.
Y esta es la maravilla de la Iglesia. Perseverando en ella, en medio de las pruebas encontramos a Jesús, y lo amamos, y nos llenamos de alegría.

Martes
1, 10-16

Los misterios de Dios no son rompecabezas. Son cosas ocultas para el hombre que, sin embargo, puede llegar a conocerlas cuando responde con fe a la revelación.
Los profetas entrevieron algo del misterio de Cristo; los ángeles lo contemplan en el cielo; a nosotros nos ha sido predicado, con la fuerza del Espíritu, por los Apóstoles.
Nuestra fe es respuesta, no a una palabra humana, sino a la llamada del Dios Santo. Así, el misterio de Dios, no solo se nos revela, sino que se manifiesta en nosotros transformándonos interiormente: Seréis santos, porque yo soy Santo.
La vida santa de los cristianos es ya manifestación del misterio de Dios.

Miércoles
1, 18-25
El primer capítulo termina con una exhortación a la caridad fraterna.
La carne -recuerda San Pedro- es como el heno, y toda su gloria -su belleza- como la flor del heno: se seca el heno y cae la flor. Pero la Palabra del Señor permanece para siempre.
Como semilla de inmortalidad sembrada en nosotros, esa Palabra nos regenera y da en nosotros frutos incorruptibles de santidad y de caridad fraterna.
¿Dedicamos tiempo a meditar esa palabra? ¿Se edifica nuestra vida sobre ella?

Jueves
2, 2-5. 9-12

San Pedro compara al cristiano -regenerado por el bautismo y la Palabra- con el recién nacido que no tiene malicia ni hipocresía y que ansía la leche materna. Si no os hacéis como niños...
El bautismo nos capacita, además, para ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios. Ya no se trata de ofrecer cosas o animales, sino de la ofrenda de nuestras propias vidas.
Estamos llamados a vivir como niños, con sencillez, delante de Dios. Pero no podemos olvidar que también los hombres nos miran. San Pedro exhortaba a los primeros cristianos a tener una buena conducta entre los gentiles. A esos cristianos que eran calumniados como criminales los invitaba a responder con una vida honrada y madura. Él mismo había aprendido de Jesús a vencer el mal con abundancia de bien y le había oído decir: brille allí vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre del Cielo.

Viernes
4, 7-13

Termina hoy la lectura de la primera carta de san Pedro: El fin de todas las cosas está cercano.
Estas palabras eran, para los primeros cristianos, palabras de esperanza y deberían sonar del mismo modo hoy para nosotros.
Quien espera sinceramente la manifestación de Jesucristo, vive en este mundo como forastero en tierra extraña y espera volver a la patria.
No vivimos angustiados, vivimos con esa buena tensión del amor, de la caridad que cubre la multitud de los pecados y que nos lleva a ser hospitalarios y a poner al servicio de los demás los dones recibidos.
Y no nos extrañan ni la incomprensión, ni las persecuciones ni las dificultades. Cuando llegan nos alegramos de poder compartir los padecimientos de Cristo.
¡Ojalá sea una realidad en nuestra vida! Que Santa María nos ayude a guardar en el corazón estas cosas que nos ha dicho el Espíritu Santo por medio de San Pedro.

sábado, 30 de enero de 2010

Lectura del segundo libro de Samuel

Semana II
Sábado
Comienzo del segundo libro de Samuel 1, 1-4. 11-12. 19. 23-27

El segundo libro comienza contando cómo recibió David la noticia de la muerte del rey Saúl, y del príncipe Jonatán, su íntimo amigo.
La muerte de Saúl y el comienzo del reinado de David tuvieron lugar a mediados del siglo X antes de Cristo, David tenía treinta años.
El mensajero que traía la noticia se postró ante David. Era un hombre joven y llevaba consigo la corona y el brazalete del rey. Todo hace pensar que era un traidor o, por lo menos, un oportunista. De origen amalecita, se había pasado al ejército del Israel y, tras la derrota, corre a Sicelag pensando que David se alegrará al enterarse de que Saúl ha muerto.
Pero David no se alegra. Su lealtad a Saúl no era fingida. A pesar de que el rey lo había maltratado, David se ha mantenido siempre fiel. Y ahora que el rey ha muerto David hace duelo, llora y ayuna por él, por Jonatán, por el pueblo del Señor, por la Casa de Israel.
A pesar de todos los pecados y los defectos de Saúl, David no olvida que el rey era el Ungido (el Cristo) del Señor.
Semana III
Lunes
5, 1-7. 10
Mediado el siglo X antes de Cristo, David tiene treinta años y ha sido ungido como rey de Israel en Hebrón. En el centro de la Tierra Prometida hay un alcázar jebuseo. Tratar de conquistarlo parece una locura. Sus ocupantes se sienten tan seguros que se burlan del nuevo rey de Israel como antes se había burlado Goliat del joven David: No entrarás aquí, te rechazarán los ciegos y los cojos.
La conquista de Jerusalén no será tan fácil ni tan rápida como la victoria sobre Goliat, pero llegará.
Encontré a David mi siervo
y lo he ungido con óleo sagrado
para que mi mano esté siempre con él
y mi brazo lo haga valeroso.
Jesús nos dirá: No tengáis miedo.
Martes
6, 12b-15. 17-19
Jerusalén es ahora La ciudad de David y el rey quiere que sea también la Casa del Señor. El traslado del Arca de la Alianza desde Balaa de Judá hasta Jerusalén se convierte en una gran fiesta. David hace algo que lo honra: él mismo va delante del Arca cantando con fuerza, danzando y dando saltos. Dice la Sagrada Escritura que, cuando Mical -la hija de Saúl- lo vio entrar en Jerusalén danzando, lo despreció en su corazón.
David es el rey, el unigido, pero delante de Dios quiere seguir mostrándose como el niño, como el pastor sencillo que canta, baila, ríe, llora, se lamenta y pide perdón, sinceramente, por sus pecados.
Miércoles
7, 4-17
Derrotado los enemigos de Israel y conquistada la ciudad de Jerusalén David decidió construir un templo al Señor. Lo consultó con el profeta Natán que le contestó: Ve, haz todo lo que está en tu corazón, porque el Señor está contigo. Pero ni el rey ni el profeta tienen la última palabra. Esa misma noche Dios habló a Natán: Ve y dile a mi siervo David: Esto dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella?
Parece un suave reproche. Dios había hablado a Moisés en la zarza ardiente y en el Sinaí; luego había puesto su morada en la Tienda del Encuentro y acompañaba al pueblo en su peregrinación. Ni siquiera pidió a los jueces que le edificasen un templo. ¿Quién es David para decidir acerca de la morada de Dios? ¿No fue Dios quien lo sacó de los apriscos de andar tras las ovejas para que fuera jefe de Israel?
Sí, David es rey, pero solo Dios es el Señor. Sólo Él guía la historia de la salvación y decide el lugar, el tiempo y el modo. Nuestros proyectos humanos, nuestras ideas -incluso las que nos parecen mejores y más piadosas- nunca tendrán la última palabra.
Y con el reproche, la promesa y la revelación: Yo estaré contigo en todas tus empresas... cuando hayas llegado al término de tu vida y descanses con tus padres, estableceré después de ti a un descendiente tuyo... él edificará un templo en mi honor... tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia.
Jueves
7, 18-19. 24-29
La fe es la respuesta del hombre a la Palabra, a la Revelación de Dios. Ante la promesa que Dios le ha hecho por medio de Natán, David reconoce su pequeñez. ¿Quién soy yo, mi Señor, y qué es mi familia, para que me hayas hecho llegar hasta aquí? Y confía en Dios porque tú eres el Dios verdadero, tus palabras son de fiar.
Viernes
11, 1-4a. 5-10a. 13-17
El gran rey David se ha mostrado valiente en la batalla, leal a sus amigos, humilde y piadoso ante Dios... la Sagrada Escritura no oculta sus debilidades, sus caídas ni su miseria. El pecado es una realidad y, si no la tenemos en cuenta, no podemos entender ni la Historia de la Salvación ni nuestra propia historia.
David, que ha pasado su juventud demostrando una lealtad heroica a Saúl y al príncipe Jonatán, traiciona ahora a su soldado más fiel cometiendo adulterio con su mujer y dándole muerte. Pretende tapar un pecado con otro aún más grave. Es la ley del pecado que, cuando nos atrapa, nos arrastra siempre a la insinceridad, a la simulación, al engaño y a una esclavitud cada vez mayor.
Solamente hay una salida: la penitencia.
Sábado
12, 1-7a. 10-17
David, encaprichado con Betsabé, ha traicionado a su mejor soldado, a Urías, mandando que lo pongan en la primera línea de la batalla y que lo abandonen a su suerte. Es el rey, pero la vida es de Dios, solo Dios puede dar y quitar la vida. Eso es lo que va a recordarle un profeta a un rey que ha actuado como un tirano.
Natán se presenta ante el rey para pedirle que haga justicia a un pobre hombre a quien su vecino poderoso ha despojado de todo. Y David se enfurece: Vive Dios que el que ha hecho eso es reo de muerte!
Juzgar al prójimo es más fácil que juzgarse a sí mismo. David solo reconoce su pecado cuando el profeta le acusa: Ese hombre eres tú.
Habrá perdón para David que, a pesar de todo, tiene la humildad de reconocer: He pecado contra el Señor. La confesión humilde del pecado alcanza el perdón pero el mal que hemos hecho tiene sus consecuencias. Para nosotros es un misterio pero cada pecado, que siempre es ofensa a Dios, incluso los pecados ocultos y aquellos que se cometen con la mente o con el corazón, tienen sus consecuencias y producen injusticias, dolor y muerte. Proféticamente dijo la Madre Teresa de Calcuta que los abortos provocados no traerían felicidad sino más guerras y más dolor.
El Señor hirió al niño que la mujer de Urías había dado a David, y cayó gravemente enfermo.
Otra tentación, quizá la más grave, es la de juzgar y condenar a Dios. Cada vez que ocurre una desgracia los hombres -incluso quienes nunca se acuerdan de Dios- maldicen su Nombre, lo juzgan y lo condenan. Quizá no saben que, al hacerlo, se condenan a sí mismos.
Nadie puede juzgar a Dios. En cambio todos seremos juzgados por Él. Nuestro Señor Jesucristo, en la Cruz, no explica ni revela a los hombres el por qúe hace Dios las cosas. Revela, en cambio, cómo asume y abraza el Hijo de Dios la humillación, el dolor y la muerte.
No, nosotros no podemos pedirle a Dios cuentas de nada. Ni siquiera los reyes, ni siquiera los más sabios. Porque pedirle cuentas ya es dudar de su Amor. Todas las desgracias que afligen a los hombres deberían, más bien, llevarnos a reconocer nuestra pequeñez, nuestra pobreza, nuestra miseria y nuestra necesidad absoluta de Dios.