Semana II
Sábado
Comienzo del segundo libro de Samuel 1, 1-4. 11-12. 19. 23-27
El segundo libro comienza contando cómo recibió David la noticia de la muerte del rey Saúl, y del príncipe Jonatán, su íntimo amigo.
La muerte de Saúl y el comienzo del reinado de David tuvieron lugar a mediados del siglo X antes de Cristo, David tenía treinta años.
El mensajero que traía la noticia se postró ante David. Era un hombre joven y llevaba consigo la corona y el brazalete del rey. Todo hace pensar que era un traidor o, por lo menos, un oportunista. De origen amalecita, se había pasado al ejército del Israel y, tras la derrota, corre a Sicelag pensando que David se alegrará al enterarse de que Saúl ha muerto.
Pero David no se alegra. Su lealtad a Saúl no era fingida. A pesar de que el rey lo había maltratado, David se ha mantenido siempre fiel. Y ahora que el rey ha muerto David hace duelo, llora y ayuna por él, por Jonatán, por el pueblo del Señor, por la Casa de Israel.
A pesar de todos los pecados y los defectos de Saúl, David no olvida que el rey era el Ungido (el Cristo) del Señor.
Semana III
Lunes
5, 1-7. 10
Mediado el siglo X antes de Cristo, David tiene treinta años y ha sido ungido como rey de Israel en Hebrón. En el centro de la Tierra Prometida hay un alcázar jebuseo. Tratar de conquistarlo parece una locura. Sus ocupantes se sienten tan seguros que se burlan del nuevo rey de Israel como antes se había burlado Goliat del joven David: No entrarás aquí, te rechazarán los ciegos y los cojos.
La conquista de Jerusalén no será tan fácil ni tan rápida como la victoria sobre Goliat, pero llegará.
Encontré a David mi siervo
y lo he ungido con óleo sagrado
para que mi mano esté siempre con él
y mi brazo lo haga valeroso.
Jesús nos dirá: No tengáis miedo.
Martes
6, 12b-15. 17-19
Jerusalén es ahora La ciudad de David y el rey quiere que sea también la Casa del Señor. El traslado del Arca de la Alianza desde
Balaa de Judá hasta Jerusalén se convierte en una gran fiesta. David hace algo que lo honra: él mismo va delante del Arca cantando con fuerza, danzando y dando saltos. Dice la Sagrada Escritura que, cuando Mical -la hija de Saúl- lo vio entrar en Jerusalén danzando,
lo despreció en su corazón. David es el rey, el unigido, pero delante de Dios quiere seguir mostrándose como el niño, como el pastor sencillo que canta, baila, ríe, llora, se lamenta y pide perdón, sinceramente, por sus pecados.
Miércoles
7, 4-17
Derrotado los enemigos de Israel y conquistada la ciudad de Jerusalén David decidió construir un templo al Señor. Lo consultó con el profeta Natán que le contestó: Ve, haz todo lo que está en tu corazón, porque el Señor está contigo. Pero ni el rey ni el profeta tienen la última palabra. Esa misma noche Dios habló a Natán: Ve y dile a mi siervo David: Esto dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella?
Parece un suave reproche. Dios había hablado a Moisés en la zarza ardiente y en el Sinaí; luego había puesto su morada en la Tienda del Encuentro y acompañaba al pueblo en su peregrinación. Ni siquiera pidió a los jueces que le edificasen un templo. ¿Quién es David para decidir acerca de la morada de Dios? ¿No fue Dios quien lo sacó de los apriscos de andar tras las ovejas para que fuera jefe de Israel?
Sí, David es rey, pero solo Dios es el Señor. Sólo Él guía la historia de la salvación y decide el lugar, el tiempo y el modo. Nuestros proyectos humanos, nuestras ideas -incluso las que nos parecen mejores y más piadosas- nunca tendrán la última palabra.
Y con el reproche, la promesa y la revelación: Yo estaré contigo en todas tus empresas... cuando hayas llegado al término de tu vida y descanses con tus padres, estableceré después de ti a un descendiente tuyo... él edificará un templo en mi honor... tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia.
Jueves
7, 18-19. 24-29
La fe es la respuesta del hombre a la Palabra, a la Revelación de Dios. Ante la promesa que Dios le ha hecho por medio de Natán, David reconoce su pequeñez. ¿Quién soy yo, mi Señor, y qué es mi familia, para que me hayas hecho llegar hasta aquí? Y confía en Dios porque tú eres el Dios verdadero, tus palabras son de fiar.
Viernes
11, 1-4a. 5-10a. 13-17
El gran rey David se ha mostrado valiente en la batalla, leal a sus amigos, humilde y piadoso ante Dios... la Sagrada Escritura no oculta sus debilidades, sus caídas ni su miseria. El pecado es una realidad y, si no la tenemos en cuenta, no podemos entender ni la Historia de la Salvación ni nuestra propia historia.
David, que ha pasado su juventud demostrando una lealtad heroica a Saúl y al príncipe Jonatán, traiciona ahora a su soldado más fiel cometiendo adulterio con su mujer y dándole muerte. Pretende tapar un pecado con otro aún más grave. Es la ley del pecado que, cuando nos atrapa, nos arrastra siempre a la insinceridad, a la simulación, al engaño y a una esclavitud cada vez mayor.
Solamente hay una salida: la penitencia.
Sábado
12, 1-7a. 10-17
David, encaprichado con Betsabé, ha traicionado a su mejor soldado, a Urías, mandando que lo pongan en la primera línea de la batalla y que lo abandonen a su suerte. Es el rey, pero la vida es de Dios, solo Dios puede dar y quitar la vida. Eso es lo que va a recordarle un profeta a un rey que ha actuado como un tirano.
Natán se presenta ante el rey para pedirle que haga justicia a un pobre hombre a quien su vecino poderoso ha despojado de todo. Y David se enfurece: Vive Dios que el que ha hecho eso es reo de muerte!
Juzgar al prójimo es más fácil que juzgarse a sí mismo. David solo reconoce su pecado cuando el profeta le acusa: Ese hombre eres tú.
Habrá perdón para David que, a pesar de todo, tiene la humildad de reconocer: He pecado contra el Señor. La confesión humilde del pecado alcanza el perdón pero el mal que hemos hecho tiene sus consecuencias. Para nosotros es un misterio pero cada pecado, que siempre es ofensa a Dios, incluso los pecados ocultos y aquellos que se cometen con la mente o con el corazón, tienen sus consecuencias y producen injusticias, dolor y muerte. Proféticamente dijo la Madre Teresa de Calcuta que los abortos provocados no traerían felicidad sino más guerras y más dolor.
El Señor hirió al niño que la mujer de Urías había dado a David, y cayó gravemente enfermo.
Otra tentación, quizá la más grave, es la de juzgar y condenar a Dios. Cada vez que ocurre una desgracia los hombres -incluso quienes nunca se acuerdan de Dios- maldicen su Nombre, lo juzgan y lo condenan. Quizá no saben que, al hacerlo, se condenan a sí mismos.
Nadie puede juzgar a Dios. En cambio todos seremos juzgados por Él. Nuestro Señor Jesucristo, en la Cruz, no explica ni revela a los hombres el por qúe hace Dios las cosas. Revela, en cambio, cómo asume y abraza el Hijo de Dios la humillación, el dolor y la muerte.
No, nosotros no podemos pedirle a Dios cuentas de nada. Ni siquiera los reyes, ni siquiera los más sabios. Porque pedirle cuentas ya es dudar de su Amor. Todas las desgracias que afligen a los hombres deberían, más bien, llevarnos a reconocer nuestra pequeñez, nuestra pobreza, nuestra miseria y nuestra necesidad absoluta de Dios.